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En el año 2021, mi viaje a Rouen, una ciudad profundamente marcada por su historia y sus paisajes que parecen ser un eco constante de siglos pasados, fue un punto de inflexión en mi trayectoria artística. Fue en esas calles empedradas, entre la melancolía de sus plazas y la solemnidad de su catedral, donde una nueva fase de mi trabajo comenzó a gestarse, entrelazada con una inspiración que surgió de las raíces de esa tierra.
Un día, tras caminar por la ciudad y dejar atrás la catedral de Notre-Dame de Rouen, tan conocida por haber sido retratada tantas veces por Monet, decidí crear mi propia versión, mi propia interpretación de ese imponente monumento. No se trataría de una mera reproducción de la Catedral que ha sido pintada por Monet enumeras veces. Mi mirada a la catedral era diferente, ya no era la de un pintor impresionista buscando captar la atmósfera, sino la de alguien que sentía la historia y la resistencia de la ciudad en cada trazo. Tampoco pinte la Catedral, pero si pequeños retratos de mujeres, enumeras veces.
“Una explosión de sentimientos” fue el concepto que surgió en mi mente mientras caminaba por las calles de Rouen, un símbolo visceral y profundo de la resistencia y el caos, de la descomposición de lo estable y lo predecible. Mujeres que, en su propia explosión, buscaban liberarse de los límites impuestos, de las estructuras mentales que las contenían. Cada una de esas figuras representaba una explosión interna, una revelación de lo oculto. Sus miradas, fijas hacia el cielo, hacia lo celestial, reflejaban una tensión entre la tierra y lo divino, entre la materia y lo etéreo.
Figuras femenina rota, poderosa y al mismo tiempo vulnerable, se apoderaran de mis tintas.
Mientras caminaba, una idea surgió, como un relámpago: ’una vulva en el cielo’. Esta imagen, tan cargada de simbolismo, apareció como una manifestación de fertilidad y creación, un acto de afirmación ante la opresión histórica, un acto de resistencia desde lo más profundo del cuerpo y la psique. La vulva, representando la fuente de la vida y la perpetuación, se convirtió en un faro de fuerza femenina proyectado hacia el cosmos.
Rouen, donde Juana de Arco fue quemada. Ciudad sagrada, impregnada de dolor y martirio. Allí, en medio de la historia, de la memoria colectiva, mi pensamiento se encontraba con el eco de la violencia sufrida por mujeres a lo largo de los siglos, mujeres que, como Juana, habían sido condenadas por desafiar el orden establecido. Sin embargo, también sentí que era un lugar de resistencia, un sitio donde las voces de esas mujeres, aunque silenciadas en su tiempo, seguían resonando.
Mi versión de la catedral era un ‘homenaje a lo inmaterial’ a esas figuras que no podían ser captadas en el lienzos de Monet, a las mujeres que caminaban con cabezas explotando hacia lo celestial, al simbolismo oculto que la ciudad mantenía en sus muros, en sus piedras. En mi pintura, la catedral se desvanecía en un cielo que no era simplemente cielo, sino también una extensión de la mente humana, de sus deseos y de sus luchas.
Rouen, con su historia y su carga simbólica, se convirtió en el escenario perfecto para una producción artística que trataba de mezclar lo orgánico y lo divino, lo humano y lo celestial. Una ciudad marcada por la tragedia y la belleza, por la memoria y la creación, que me permitió hacer visible lo invisible, lo que estaba en el aire, lo que solo puede captarse cuando se camina, cuando se respira profundamente.
Aquel año, Rouen no solo fue un lugar en mi viaje, sino un catalizador para nuevas formas de entender mi arte, un punto de conexión entre el pasado y el presente, entre el cuerpo y el cosmos, entre la lucha histórica de las mujeres y la creatividad sin límites.