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Perú — 2021

“Lo que buscas no puede ser poseído, Dionisio. El mundo no te necesita para ser liberado. El exceso que ofreces puede embriagar a los mortales, pero no los llena.”

Dionisio, el dios del vino y el éxtasis, había recorrido todos los rincones del mundo en busca de una respuesta que nunca llegaba. Había observado el brillo en los ojos de los mortales, el destello fugaz de adoración, pero siempre insuficiente. Sus seguidores celebraban festines y danzas, pero ninguno de ellos comprendía su grandeza. Nadie lo veneraba con la profundidad que él sabía que merecía. A veces, incluso se preguntaba si esos pequeños seres eran capaces de ver la magnitud de su poder. Pero lo que él era, lo que deberían reconocer, nadie lo entendía completamente.

No se trataba de placer ni de desbordes festivos; no. Dionisio era el dios del éxtasis y la liberación. Él era la fuerza suprema. Los milagros y las orgías ya no bastaban. El mundo entero le debía adoración absoluta, y él lo sabía. La verdad que buscaba no podía estar en la superficie, ni en el simple deseo de sus seguidores. Lo que necesitaba era algo más, una validación inquebrantable, algo que lo confirmara ante todos como el ser superior que, en el fondo, siempre había sido.

En las profundidades de los bosques más oscuros, llegó a sus oídos el nombre de una figura mítica: Campanita, la perra hada, guardiana de lo inaccesible, del vacío y la verdad oculta. Un nombre insignificante, pero que sonaba como un reto. "Si hay alguien que pueda reconocer mi grandeza, esa es ella", pensó Dionisio con desprecio hacia aquellos que aún dudaban de su poder. Tan seguro de sí mismo como solo un dios puede serlo, no concebía que alguien o algo pudiera desafiar su supremacía.

El bosque se cerró a su alrededor, denso y oscuro, como un manto que ahoga la luz. Dionisio, copa de vino en mano, caminó entre las sombras, sintiendo el peso de cada paso como una afirmación de su soberanía. Finalmente, la encontró. Campanita estaba allí, quieta como una estatua, su hueso mágico brillando con una luz tenue bajo la luna. El silencio era absoluto, como si todo el bosque hubiera cesado de existir en su presencia. Dionisio sonrió. Esto sería fácil. Ella sería solo una herramienta más para su glorificación.

— Campanita —dijo Dionisio, su voz profunda y llena de una arrogancia que podía desbordar montañas, como si cada palabra fuera una orden, una sentencia. — He recorrido montañas y océanos, he otorgado poder a reyes y esclavos, y aún así hay quienes se atreven a verme como un simple espectro. ¡Ayúdame! Haz que los hombres y los dioses me reconozcan por lo que soy. Lo que me debes es tu reconocimiento, tu reverencia.

Campanita levantó la mirada, tranquila, distante, como si la arrogancia de Dionisio no le causara la menor impresión. Su rostro no mostraba ni ira ni simpatía, solo una calma indescifrable que pareció agravar aún más el ego inflado de Dionisio. Su serenidad era una burla a su magnificencia.

— No necesito tus recompensas, Dionisio. No soy como los mortales, ni como los dioses que buscan ser adorados —respondió con una voz suave, pero con la autoridad de quien no teme a los reyes ni a las divinidades.

Dionisio sintió que el suelo bajo sus pies temblaba, pero no por miedo. Era un desdén palpable. Nadie, ni siquiera una perra hada, tenía derecho a hablarle de esa manera. Era como si la presencia de Campanita se burlara de su grandeza, como si la estuviera minimizando a algo aún más insignificante que los humanos que adoraban su nombre.

— No entiendes —dijo Dionisio, apretando su copa con tal fuerza que los dedos le palidecieron. — Soy el dios del vino, del deleite, de la liberación. Necesito que todos me vean, que me acepten. Sin ellos, no soy nada, ¿me entiendes? Sin los hombres, no soy un dios, soy solo un eco vacío. Y tú, como todos ellos, debes reconocerme.

Campanita levantó su hueso, y de él emergió una esfera de luz pura, que brilló brevemente antes de disolverse como un suspiro en el aire. No era un destello que Dionisio pudiera beber, ni un deseo que pudiera poseer. Era algo que lo desbordaba, algo que no podía controlar. La luz resplandecía, pero no iluminaba. Era un reflejo del vacío, ese vacío que Dionisio había temido siempre. El vacío que, ahora, parecía desafiarlo.

— Lo que buscas no puede ser poseído, Dionisio. El mundo no te necesita para ser liberado. El exceso que ofreces puede embriagar a los mortales, pero no los llena. La verdad no se puede consumir. Es lo que te falta, y lo que te retiene.

Dionisio, atrapado entre su arrogancia y la creciente sensación de que algo mucho más grande que él se burlaba de su existencia, sintió un vacío que no podía llenar. ¿Quién era él sin el frenesí de la multitud? ¿Qué quedaba cuando ya no quedaba nada más por consumir? El poder que había percibido como suyo por derecho divino ahora parecía desmoronarse, y la copa en su mano, antes llena de vino, parecía vacía de significado. La cálida sensación de la bebida se desvaneció, dejando una angustia amarga que se instaló como un veneno en su pecho.

— Pero... si no soy adorado, ¿qué soy?

—preguntó en un susurro, derrotado por una desesperación que jamás había conocido. El universo entero debía rendirse a él, y sin embargo, nada lo reconocía como lo que era. Un dios sin adoración es una monstruosidad.

Campanita, sin decir una palabra más, permitió que la esfera de luz se disolviera en el aire, como un suspiro perdido. Luego, desapareció en la oscuridad, dejándolo solo con su copa vacía, el eco de sus palabras resonando en la noche. El dios del vino, el dios del exceso, se encontraba ahora más solo que nunca, con la copa vacía y su alma también vacía.

Dionisio, de pie en la oscuridad, miró su copa vacía. Ya no importaba si los hombres lo adoraban, ni siquiera si el vino fluía. En ese vacío, comprendió por fin que la verdadera divinidad no residía en los placeres efímeros ni en las aclamaciones de las multitudes. La verdadera divinidad era la aceptación del vacío, la comprensión de que lo que no puede ser poseído ni comprendido es, en sí mismo, lo más cercano a la eternidad. Y por primera vez, en ese abismo, sintió el peso de su existencia sin necesidad de llenar su copa.

— texto y artes criados por Rodrigo Troitiño Salvator (Troito)